La historia de un balsero venezolano que bajó a los infiernos y sigue luchando por su libertad en Curazao
“Nos maltrataron y humillaron. Los vigilantes nos decían: ¿Quién te mandó a venir? !Regresa a Venezuela!”, cuenta este hombre que se echó al mar con el sueño de alcanzar un mejor futuro para su familia, y terminó sufriendo su propio calvario
Sentía a Curazao como su segundo hogar. Siguiendo una tradición familiar que inició su tatarabuelo, desde muy joven comenzó a viajar a la isla a bordo de los “barquitos” que zarpaban desde La Vela de Coro, estado Falcón, para llevar frutas a Punda. Por eso jamás pensó que aquella tierra que tanto quiere y que se jacta de conocer como la palma de su mano, se convertiría en su cárcel.
Nació en La Vela de Coro, tiene 48 años de edad, dos matrimonios a cuestas y ocho hijos. Conversa con Crónicas del Caribe bajo la condición de resguardar su identidad para evitar represalias. “Vi otra cara de Curazao que nunca había visto”, repite con insistencia desde Willemstad, donde continúa un tortuoso proceso legal para conseguir asilo.
“Con toda nuestra familia, constantemente veníamos a Curazao en los ‘barquitos’ de frutas”, recuerda. A lo largo de 31 años, visitó la isla por mar o aire, siempre de forma legal. Hasta el 8 de septiembre de 2020, cuando junto con otros 42 venezolanos se subió a una lancha rápida para tratar de entrar de manera irregular al territorio del Caribe Neerlandés.
Aclara que lo hizo por necesidad. “Tenía una bebé recién nacida y otro niño de 2 años que alimentar. En Venezuela no había vida y la situación empeoró tras el cierre de la frontera con las islas”, comenta. Dice que la economía de La Vela de Coro se sustenta en tres actividades, hoy prácticamente paralizadas: “El comercio con Curazao se afectó por el cierre de la frontera. La pesca está disminuida por la escasez de combustible. Y la artesanía no se vende porque la gente no tiene dinero”.
Su objetivo era instalarse en Curazao. “No me iba a ir a un país desconocido, ya yo conocía muy bien Curazao”. Pensó en trasladarse en avión a la isla haciendo escala en Panamá, pero la llegada de la pandemia del COVID-19 desmoronó sus planes. Desesperado por la crisis, pagó 300 dólares para trasladarse por vía marítima. “Salimos desde San José de la Costa (municipio Píritu, Falcón) el día de la Virgen del Valle y hasta le prendimos una vela para que nos acompañara”, relata.
Cuenta que desde el principio tuvieron inconvenientes. La falla de un motor que obligó a retrasar el viaje. “La persecución de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana, que hasta nos disparó”. Y, al final, cuando estaban a unas 3 millas de alcanzar su ansiado destino, fueron interceptados por las autoridades curazoleñas. A partir de allí comenzó su calvario.
Tras las rejas
“Luego de que nos detuvieron, nos hicieron firmar unos papeles en holandés que no entendíamos. Yo hablo papiamento, no holandés”, apunta el falconiano. Hombres y mujeres fueron encerrados en las instalaciones de “Barak di ilegal”. “Dentro de cada celda estaban cuatro personas. Algunos dormían sobre colchonetas en el piso y otros en literas. La comida era pésima y nos trataban como criminales”, describe las primeras horas de su cautiverio.
Solicitó asesoría legal. “Señalé que hasta el que mata a diez personas tiene derecho a un abogado, pero me respondieron que no”. Pese a la resistencia, su clamor fue atendido por la fundación Human Rights Defense Curacao y posteriormente por la abogada Geraldine Scheperboer-Parris, cuyo bufete acumula una experiencia de 25 años respaldando a los migrantes en alianza con organizaciones de Derechos Humanos y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Por el arribo de otro grupo de venezolanos capturados al tratar de ingresar a Curazao en lancha, enviaron a unos 20 del contingente original al Centro de Detención de Curazao (SDKK, por sus siglas en papiamento). “Allí compartimos con presos comunes, uno que había asesinado a dos personas, otro acusado por violación y la mayoría por posesión de armas y drogas”.
Denuncia que “fuimos tratados peor que presos comunes porque ellos tenían algunos beneficios como la cantina, televisión y visita médica. Nosotros pasábamos 22 horas encerrados en una celda, solo nos sacaban una hora en la mañana y otra hora en la tarde”.
A su juicio, las autoridades buscaban “quebrarlos” para que desistieran de pedir asilo y se regresaran en el próximo vuelo de repatriación. Confirmaba su hipótesis al ver que muchos de aquellos 43 que se subieron a la lancha rápida el 8 de septiembre, renunciaban a la petición de protección y retornaban a Venezuela.
Tomó la determinación de llevar a cabo una huelga de hambre que se extendió por siete días con otros cinco compañeros venezolanos, “para ejercer presión y exigir la presencia de los responsables de Migración”.
La protesta dio resultados y nuevamente los trasladaron a “Barak di ilegal”, donde ahora conviviría con reclusos que abandonaron otro centro porque se presentaron casos de COVID-19. “Todos los días traían a personas nuevas, no compartíamos celdas, pero sí usábamos las mismas áreas de recreación y temí quedar infectado”.
Sin libertad
“Yo sentía impotencia, nunca había caído preso ni sufrido algo similar, nos maltrataron y humillaron. Los vigilantes nos decían: ¿Quién te mandó a venir? !Regresa a Venezuela!”, narra con indignación. Así pasaban las horas y las promesas de una pronta liberación. “Nos dijeron que podíamos salir el 25 de diciembre de 2020. Luego que sería en enero o que el proceso no podía ir más allá de cuatro o seis meses”.
Vio la luz exactamente nueve meses después, el 9 de junio de 2021. De aquellos seis que realizaron la huelga de hambre, cuatro lograron la excarcelación gracias a la asesoría de la abogada Scheperboer-Parris. “Nos soltaron con medida de presentación. Todos los miércoles nos presentamos en Migración para firmar hasta que concluya el proceso”.
“Conozco más Curazao que Caracas o Valencia. Aquí me conocen en restaurantes, hoteles y supermercados, a los que vendí frutas toda la vida. Desde el principio tuve un garante para mi libertad, un familiar que es dueño de una funeraria en la isla, pero igual me dejaron encerrado todo ese tiempo”, explica.
Sobrevive en la isla por el apoyo de ese garante, que le da casa y un monto de dinero semanal, ya que no tiene permiso para trabajar. “En realidad, sigo preso. Mientras no respondan la solicitud de protección, no tendré vida. Hasta el pasaporte lo tengo vencido y sin dinero no puedo hacer el trámite para renovarlo”. Advierte que “uno no cuenta con el Consulado de Venezuela para nada”.
A pesar de todo el sufrimiento y las adversidades, opta por perseverar. Son varias las razones que esgrime para justificar su posición. Primero, teme a las consecuencias legales de la deportación. Segundo, asegura que en Venezuela él y un hermano ya fallecido fueron extorsionados en La Vela de Coro por las FAES, y considera que esto puede agravarse si vuelve con el estigma de la expulsión. Y tercero, cree que al liquidar su negocio, el cierre de la frontera con el Caribe Neerlandés lo condena al hambre y la miseria.
“Si no pude aguantar el efecto del cierre de la frontera que al momento de mi viaje tenía un año y siete meses, imagina ahora. En Venezuela estaría mascando cují”, suelta con ironía.
Familia rota
Este falconiano de 48 años es el fiel reflejo del dramático éxodo que ha provocado la emergencia humanitaria compleja que sacude a Venezuela. Producto de dos matrimonios, tiene ocho hijos. Los seis mayores emigraron a Chile, tierra natal de su primera esposa. Los dos menores viven con la abuela en La Vela de Coro, porque su segunda esposa se desplazó a Colombia y después se instaló en Ambato, Ecuador, buscando fuentes de ingreso.
“Tuve que abandonar a mis dos hijos pequeños porque no había vida en Venezuela y ahora tengo a mi mujer en Ecuador sin poder regresar porque te cobran hasta 400 dólares por un viaje en autobús. Estoy a punto de perder a mi familia”, reconoce.
La xenofobia también se levanta como un enemigo terrible. Asevera que el cruento asesinato del empresario venezolano Alexander Barrios, a manos de seis compatriotas, “nos perjudicó. Los pobres y los que trabajamos duro pagamos por los demás. Ese crimen fue horrible y provocó más restricciones y críticas negativas contra los venezolanos”.
Flotando en el limbo y sin saber qué le deparará el destino, reflexiona sobre su realidad. “Todo proviene de la política. La política cerró la frontera y afectó al pueblo de La Vela, forzándonos a salir. Nunca pensé que Venezuela iba a dar un cambio tan drástico”.
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